Jesús Labandeira

CUANDO ÁUN NEVABA

UNA PARTE DE NOSOTROS
Hay una parte de nosotros que vamos olvidando sin remedio de tal modo que, aunque sepamos de su existencia, podemos hacer poco para restituirla. Como si fuese agua caída en un agujero sin fondo, es algo irrecuperable. De ese lugar oscuro y profundo apenas nos llega otra cosa que un rumor incierto, de agua sombría, envuelto en débiles reflejos sin consistencia, pero intensamente melancólico.
No se trata de recuerdos que hayamos perdido. No es debilidad o disfunción de la memoria. Es más bien una proyección de nuestro ahora sobre las personas o las cosas del pasado, sobre lo que nos pertenece o nos perteneció, sobre nosotros mismos, pero cuyo control no nos resulta posible. Como un residuo cruel, queda solo la conciencia de una pérdida que no sabemos compartir. Cruel, porque restablece dentro de nosotros, dolorosa, la soledad radical que nos separa, que nos aísla, que nos hace vulnerables.
“Una habitación albina para volver siempre que estoy solo”, dice Jesús Labandeira. Sí, ese pozo insondable tal vez es blanco, después de todo, o quizás parece así en nuestros deseos. La representación de la muerte es blanca en ciertas culturas. Algunos paisajes, claros, “tienen toda la nieve de una agnosia”, escribió Joan Pons. Estancias pálidas, al fin, donde la cercanía de la luz puede confundirnos confortablemente, engañándonos, haciéndonos creer que estamos más cerca de lo que fue, de lo que pasó.
Un habitación como una cámara lúcida donde intentar liberar las fotografías encadenadas al tiempo, una ayuda para recuperar contornos que quién sabe si existieron realmente, si tuvieron cuerpo alguna vez. Invocadas estérilmente para restaurar lo imposible, llamadas a deshoras, las imágenes no vendrán resueltas a través del éter, la musa no caminará con gracia decidida atravesando muros o espacios. Las imágenes están al otro lado, más lejos. Reticentes, solo escuchan de cuando en cuando, inmisericordes, la llamada dolorida de quien sufre. Se resisten a desvelar su secreto, esperan siempre otro anochecer más, escondidas en la herida.
Qué hacer cuando no existe la fotografía anhelada de nuestra infancia, cuando no hay un frágil papel que recoja lo que fuimos, menos aún lo que quisiéramos haber sido. La parte de nosotros que se esfumó sumida en abismos inaccesibles, que nos obliga a buscar en las horas remotas, en círculos inciertos, se esconde y se protege en la nieve de la niñez, donde sigue jugando, de donde nos llegan sus cánticos.
Morir un poco más para volverse a hacer, para regresar a sabiendas de que será muy improbable encontrar un nuevo sentido y, al mismo tiempo, luchar para recuperar cada mínimo recuerdo, cada esbozo que niegue la nada. La llave de la infancia, tan lejana que parece un sueño también blanco, guarda un cofre que debe contener algo más, algo propio en lo que aún no hayamos reparado, un cofre de tesoros durmiendo su sueño, piedras cuyas aristas todavía retengan un brillo tenue. Hay tiempo antes del último destello, de la imagen especular que amenaza con extinguirse. Tonos que se confunden en un gris impreciso, texturas que bordean la nada, fotografías a punto de desvanecerse sin dejar rastro de su existencia en la blancura del papel.
Restituir el sentido buscando a tientas en la niebla “hasta perder el tacto”, dice el autor, escrutando con ansiedad la nada blanca de la nieve para ver pasar una sombra como un eco aturdido que yerra por lugares sin dueño, y capturar una insignificante parte de ese eco y ver escurrirse el resto entre los dedos. Imágenes que se escapan porque su flujo no se puede detener más que un instante imperceptible.
Mirar lo que queda. La parte viva y lacerante que está un poco más allá del recuerdo, que no llega a ser, pero duele. Cuando aún nevaba. Aquello de nosotros que se va sin remedio, envuelto en una luz triste. ¿Cómo saldar la deuda con lo que quizás fue o quizás no fue? ¿Cómo recomponer la memoria de un tiempo incierto, un tiempo solo esbozado, años después, en nuestra mente? Imaginar el pasado, como el futuro, es quimera. Ambos, desde el presente, son puro acaso que no podremos verificar, infancia y vejez imposibles de contemplar desde el ahora, llenos de imágenes flotantes, difusas, simétricas.
Paisajes del recuerdo, sin cielo, sin horizonte, construcciones del deseo. Carne como piedra, árboles como brazos, nubes de nieve fría, pantallas de luz impenetrables, resplandores oscuros. Fotografías sin brillo, de negros densos en los que inútilmente quiere adentrarse la mirada. Un poco más allá del recuerdo.

GRADIVA

“El sueño que busca la mañana para introducirse en una nueva quimera. Laberinto donde se conjugan los estados del alma. Insomnio, procesador de imágenes, entelequias que al
amanecer adoptan la apariencia de un sueño más. Transcurso de culpa, litigio a la conciencia, soledad que altera demonios, momentos de eternas promesas, que por
supuesto no serán cumplidas. A excepción de contadas ocasiones, no soy adicto a esas noches. Sin embargo, cuando coincido con ellas me invaden reminiscencias de ese estado de sonambulismo al que tan aficionado he sido. Al recordarlo, encaja perfectamente esta obsesión por la fotografía, sinergias de la imagen, temporalidades de lugares inexistentes, o no, lugares de paso, lugares de nadie, metáforas del sueño; fotografías que al realizarlas encuentran los escondites de tantas noches sin procesar”, explica el autor en Crear es verse, el texto que acompaña al libro.